Insertaré a continuación algunos fragmentos de textos, textos que en su día escribí bajo mi firma y autoría, que sirvan como ejemplos.
PISTOLAS Y ROSAS
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CAPÍTULO PRIMERO.
SERGI DURÀ.
MARZO 98. MADRID.
A partir de las ocho de la mañana el tráfico en las calles de Madrid era denso y lento. A las diez avanzar unos metros podía suponer interminables minutos entre los humos despedidos por los tubos de escape y las continuas luchas por ganar unos centímetros, conducir se hacía insoportable.
Una moto roja con su cajón trasero de mensajería avanzaba serpenteando entre coches y autobuses. La conducía un hombre vestido con vaqueros, chaqueta plastificada, casco y guantes. Este es el momento, pensó. Este es el día.
El individuo subió a la acera montado en la moto, la dejó apoyada en una farola, sacó la llave del contacto y echó una rápida mirada a su alrededor. Bajó de la moto. A través de la piel de su guante tanteó el botón de encendido de la luz delantera, para luego acariciarlo. Se mordió el labio superior levemente y apretó aquel botón con firmeza, hasta el fondo.
Veinte segundos.
Aquel hombre empezó a alejarse de la moto sin quitarse el casco, no se preocupo de encadenarla ya que nadie tendría tiempo de robarla. Del bolsillo interior de su chaqueta saco un sobre color crema, tal como estaba previsto. Andaba sin prisas entre el tráfico y los coches aparcados sin apenas dejar espacio entre ellos, dirección a la Plaza de Tetuán siguiendo el plan elaborado semanas atrás. Pasó junto a dos mujeres que discutían de forma natural. Vio como una madre recogía el chupete que su hijo había tirado al suelo desde el cochecito. No le gustó que el bebé estuviera allí. Un señor mayor vestido con corbata y suéter azul marino de pico lo miró de arriba abajo a través de sus gafas, con aire de superioridad, al mismo tiempo que daba vueltas a su bastón de brillante madera granate, haciéndolo girar sobre sí mismo. Deseó su muerte.
Catorce segundos. Trece.
Atrás quedaban dos hombres que se daban la mano en la puerta de un bar. El semáforo cortaba el paso a un grupo de estudiantes que reían carpetas en mano. Un coche rojo se le cruzó a menos de medio metro, en dirección contraria a la suya. Él sabía cual era esa dirección. ¿Quién sino él podía saberlo mejor? Él, quien durante semanas había dedicado gran parte de sus pensamientos conscientes, y la mayor parte de sus actos, hora tras hora, día tras día, a preparar todos y cada uno de los detalles para que todo saliera bien, para conseguir el mayor éxito, el mayor número de heridos, la cantidad máxima de cadáveres.
Siete. Seis segundos.
El autor de la masacre que se produciría cuando los 35 kilos de amosal, goma-2 y metralla reventaran explotando en el cajón trasero de la moto seguía alejándose del lugar donde en breve se presentaría la muerte acompañada del dolor, las lágrimas y el más áspero llanto. Tras el gran fogonazo algún zapato quedaría para siempre fuera de su pie, alguien pediría oxígeno a gritos, los periodistas intentarían sacar fotos al pálido rostro de los moribundos. Mantas cubrirían cuerpos sin vida y cintas puestas por la policía frenarían el paso a los curiosos hasta que llegara el juez para ordenar el levantamiento de los cadáveres.
Tres, dos.
Mantenía la calma aunque en su interior el pulso frenético hervía la adrenalina, paso a paso, mostrando tranquilidad el terrorista daba la espalda a la inminente tragedia preparada por él con la astucia de una alimaña sedienta de sangre. Lanzándose a matar de lleno, obsesionado, sin ningún tipo de duda o sombra en su corazón. Tres muertos mejor que dos, fueron sus últimas palabras antes de salir para Madrid.
Un escalofrío recorrió su cuerpo justo antes de la explosión, sintió angustia. Lo siguiente fue un trueno retumbando en su nuca. Al mismo tiempo el aire se convirtió en un muro de piedra que lo golpeó por la espalda, levantándolo del suelo, para dejarlo caer dos metros más adelante. Quedó enrollado en posición fetal, tardó en reaccionar el tiempo de un segundo. No había sufrido daño alguno. Se quitó el casco y lo dejó en el suelo. Se levantó. Tenia que huir, seguir alejándose del lugar del atentado que en pocos segundos sería tomado por la policía. El tiempo corría en su contra. Tenía que seguir el plan como había hecho hasta ahora, si no lo hacía todo podía fracasar. Recordó entonces que debía deshacerse de la chaqueta, se la quitó dejándola caer tras él.
Seguir el plan, el plan era lo único que debía tener en su mente. Entre las directrices de éste había una prohibición muy concreta: No mirar nunca hacia atrás.
Sabía que no debía de volver la vista atrás, tenía muy claro que debía seguir caminando en dirección a Tetuán. Pero sin poder explicarse cómo, quizás debido a estupidez, a la falta de disciplina, a ese instinto humano llamado curiosidad que a tantos ha llevado a la tumba, o el anhelo de ver con sus propios ojos lo que el mismo había provocado hizo que se diera la vuelta.
Se sintió muy mal.
Llovían trozos de cristales que venían del cielo. Oyó gritos de pánico de gentes que se alejaban corriendo en todas direcciones, estos gritos dieron paso a los quejidos del daño y del dolor de gentes a las que quizás les faltaba una pierna, gentes a las que no podía ver debido al humo. Ningún coche tenía cristales, y las carrocerías parecían haber sido golpeadas por cientos de piedras. Una naranja perdida para siempre terminaba de rodar. Más allá, veía como un coche se había convertido en una bola de fuego, el calor de las llamas llegaba a su cara. Podía oír cientos de alarmas aullando, alertando de lo sucedido, lo mismo que campanas avisando del cercano fuego. Los berridos de un niño desesperado se metieron dentro de su cabeza. En el semáforo había gente tirada en el suelo en posiciones que no parecían humanas, tuvo que apartar la vista. Olía a quemado, a plástico, a hierros. En medio de la calle entre el humo ahora blanco que empezaba a diluirse una mujer vestida de harapos contemplaba absorta sus temblorosas manos de las que brotaba sangre.
La farola junto a la que había dejado la moto estaba partida en dos, tronchada a un metro del suelo, algunos cables la unían con la otra mitad caída sobre los coches, inerte.
Quedó cautivo por la brutal transformación y sufrimiento que había provocado. De su cerebro surgió un mensaje urgente. Huir. Fue entonces, antes de volverse y no mirar nunca más atrás, cuando vio algo que paralizó por completo todos sus movimientos, pensamientos y recuerdos. El tiempo y el espacio dejaron de tener sentido lo mismo que su propia vida.
Pasó un tiempo, milésimas de segundo, quizás siglos, en el que su mente no podía admitir lo que sus ojos estaban viendo con total nitidez. No. No. Se negaba a admitir la evidencia. La adrenalina que lo inundaba se transformó de golpe en sudor frío y oscuro que mojó toda su piel. Siguió inmóvil, su garganta quedó seca, los músculos de sus ojos se esforzaban por fijar más y más aquella imagen en su retina. No había duda, la visión era perfecta. De repente recordó el mal sabor del café que tomó esa misma mañana, enfrente de la parada de metro. Estaba flojo, insípido, ni siquiera estaba caliente. Malísimo. No, no volvería a tomar café en ese bar. Ni café ni ninguna otra cosa. Si no sabían hacer un café, cómo harían un bocadillo.
Más que creer deseaba, necesitaba ser presa de una alucinación, aquello no podía ser verdad, no podía ser verdad porque además no había ocurrido. Cerró los ojos. Cerró los ojos y respiró profundamente deseando que lo que antes había visto, fuera un producto de su mente, quizá ahora vería caballos atravesando un río. Entonces sabría que su mente se había trastornado, y por eso fallaba haciéndole ver horribles imágenes. Quizás me haya vuelto loco, imaginó con alegría, todo antes de que su visión fuera real. Despacio y con miedo empezó a abrir los ojos y de nuevo vio.
Sintió tanto dolor, tanto daño, tanta pena... quedó vacío. Sólo deseo haber muerto mucho tiempo antes de haber nacido.
Nunca la vida se había mostrado tan caprichosa y despiadada. Antes de ver aquello hubiera clavado agujas en sus ojos, antes de ser el causante de aquella aberración hubiera acabado con su vida tragando vidrios, enterrándose vivo o prendiéndose fuego después de rociarse con gasolina.
-Sube -oyó gritar a su lado.
Junto a él había aparecido un coche blanco, su puerta trasera estaba abierta invitándole a entrar.
-Sube. Ahora.
Alguien lo cogió por el brazo metiéndolo dentro del coche. La puerta se cerró. El coche se alejó por la primera a la izquierda.
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ALBA
O
BESAR EL CRISTAL
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PÁGINA PRIMERA.
SERGI DURÀ.
Si damos por cierto que la absenta, bebida psicotrópica de ingestión generalizada en la Europa de finales del XIX, y el exitoso relato de Stevenson publicado en la navidad de 1886, El extraño caso del Dr. Jekyl y Mr. Hyde, impactaron y sacudieron las conciencias de miles de personas. Admitiremos como probable, que el hada verde junto con la inquietante historia del doctor pudieron mezclarse y arder en la mente de un asesino, quien aunque nunca fue identificado o detenido, cometió sus crímenes en los meses que la mencionada obra estuvo en representación teatral en Londres, donde mutiló miembros y extrajo órganos con los que autentificó su numerosa correspondencia, tomando y sobre el papel extendiendo sangre de sus víctimas para redactar y firmar sus escritos como Jack el Destripador.
Regresando a nuestros días y excluyendo toda similitud. Preferimos desconocer las consecuencias que pudiera provocar el notorio consumo de cocaína junto con la lectura de este relato que da comienzo tras una lluvia continua en la primera noche del mes de noviembre. Entre el susurro del agua que se apaciguaba y las ondas circulares que se espaciaban en los charcos apareció nítida, en una laguna de lluvia azul, la imagen risueña de Alma. De su sonrisa brotó una pequeña mariposa azabache, luego una carmesí seda que también se fue volando seguida de otra blanca blanca, una azul que del mismo modo voló y con un beso que le lanzó al aire de sus labios de mujer y el agua nació una mariposa púrpura. La más hermosa, y del tamaño de la cabeza de un niño, el son de sus alas era de arpa y sus ojos brillaban como piedras preciosas en la oscuridad.
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